Otra Historia, Conquista y Fundación de Colima

A PROPÓSITO… OTRA HISTORIA, CONQUISTA Y FUNDACIÓN DE COLIMA

Rosa María Zúñiga

Leyendo, en el blog, a Noé Guerra en Historia, conquista y fundación de Colima me recordó la otra historia nunca mencionada, aquella que transformó la organización social indígena aplicando una violencia general en los territorios de Aliman, Colliman y Cihuatlan y, otra más, dirigida a las mujeres. Violencia inaugural fechada a partir del 25 de julio de 1523, que hoy, irónicamente, se celebra como la “refundación” española de Colima. Sin embargo, fecha de inicio del despojo territorial; de la explotación, del saqueo de recursos naturales y de la “conquista de sus almas” porque resultó indispensable colonizar la mente y el cuerpo de las colimotas para que la dominación se centrara en imponer la concepción extranjera de que cada mujer tiene “una naturaleza” predeterminada, es decir, que el esencialismo biológico determina la desigualdad de los sexos. Hoy sabemos que es el poder de los discursos quienes dan la diferencia sexual en la construcción social.
Las evidencias antropológicas de la concepción cultural colimote sobre sus mujeres, estaba basada en un prestigio social al ser portadoras de cualidades divinas y humanas con ideas mesoamericanas validadas local y regionalmente en todo el Occidente de México. Ellas dependían de dioses y diosas que se encargaban de conducir sus conductas femeninas, las almas de los difuntos y mejorar la fertilidad agrícola, entre otras muchas cosas. Diosas procedentes de siglos milenarios que se entremezclaban entre lo cósmico y lo cotidiano en los vientres femeninos hasta extenderse a toda actividad social. Representaciones personificadas que encontramos en los discursos de barro exhibidos en museos regionales y mundiales encarnando mujeres que vivían hechos culturales precisos y sus aportaciones al trabajo, a la familia y a la sociedad cuyas acciones horrorizaron a los cronistas hasta lograr cimentar ideas sobre la insensatez de éstas culturas, llamadas por ellos “bárbaras”, para procurar colonizarlas lo más rápidamente posible.
Noé comenta que Gonzalo de Sandoval “convenciera a los nativos de acá para que se sometieran, porque de lo contrario serían arrasados”. Efectivamente lo fueron y las “conquistadas” aparecen en el discurso invasor cuando cronistas, escribanos, notarios, demandantes y demandados, relataron esa memoria cultural “india”. Escrita sólo por ellos, en la cual ese sujeto “mujer” unitario fue diluido en prácticas sociales ofertadas por los mismos usurpadores. Ayudados por el cotidiano abuso de poder a base de golpes que perpetuó el modelo heredado que aún sigue vigente y tenazmente negado: el modelo de violencia androcéntrica. Porque aquel modelo social de bienestar constituido, en siglos, por los habitantes colimotes, fue sentenciado a reducirse a ser un bloque homogéneo que nombró a todas las mujeres “naturales, de la tierra o indias”.
Estrategia discursiva de ajuste a la mentalidad del cautiverio forzado y, de ninguna manera, un indicador del lugar de nacimiento de las personas. Más bien, este término indica el conjunto de maltratos, exclusión e indefensión que todavía persiste como signo actual en nuestro decir, actuar y sentir nacional porque reproducimos, por la brutal transculturación, por las excusas del dominio y control, convertidos en itinerarios pluriculturales que aceptan la violencia como acto “natural de los hombres”, lo que ha acarreado, desde los tiempos de la devastación cultural colimote, una serie de atributos que el imaginario varonil provee para argumentar la necesidad de opresión femenina.
Dominación de la mujer con actos cuya base todavía respeta los criterios patriarcales religiosos, culturales, políticos, lingüísticos, económicos, entre otros tantos más, bajo pactos de convivencia e intereses masculinos donde ningún gobierno pone en cuestión la violencia contra ellas porque se requiere conocer y reconocer las múltiples formas de abuso que las lesionan por lo que siguen tan actuales como las adquiridas durante la violencia colonial. Una violencia institucionalmente cultural con actos repetitivos donde la invisibilidad y la exclusión les banaliza sus demandas y luchas. Todavía siguen disfrazadas en los discursos de “derecho” porque son inquilinas políticas, no para incluirlas con sus necesidades de personas en las situaciones actuales sino al igual que se hizo en el pasado.
La violencia del coloniaje contra las mujeres de Colliman la confirma Lebrón de Quiñones cuando comenta esa “gran vejación de los naturales y así ha acontecido morirse como moscas sin que sepan decir de que ni por qué”. Nacía la tradición del miedo real a la violencia varonil. Efectos coloniales medibles que sembraron ideas de depreciación hacia ellas mismas y forma cultural que todavía sobaja, humilla y duele. Hoy, esa violencia contra ellas se trasparenta porque transgrede los Derechos Humanos Internacionales, producto de un proceso que comenzó, al menos, para las colimotas a partir de 1523.
La violencia real y simbólica legitimada por el poder colonial fue ejercida desde el orden dominante hacia el orden dominado, donde el margen de violencia ejecutada no las dejó tener ni gusto ni aversión por los estilos de vida europea ofertados, ni tampoco dio seguridad de pertenencia legítima a su capital cultural propio, sino les dejó un escaso margen para adquirir una postura de devaluación que les conformó la conciencia de su “mismidad” femenina, es decir, todas “indias. Personas llamadas “gente bruta y bestial de poca razón”, maltratadas “como si fueran piedras de los montes” que toleraron todo tipo de violencias con una brutalidad que trasformó toda práctica social anterior donde aquella maternidad y maternazgo colimote no fue más motivo de alegría; la algarabía del matrimonio se obscureció al tener relaciones de pareja desconocidas con actos sexuales inéditos; con trabajo de colaboración penado y una vida aldeana desplazada de sus lugares originarios.
Los hematomas de sus cuerpos quizás habían desaparecido pero nunca del recuerdo. Fueron mujeres adscritas al mecanismo de miedo y acomodos sociales durante la precolonización del saber femenino, que les transfirió la penetración cultural por vía de la crisis integral de sus sistemas de creencias, del desgaste y pérdida del conjunto de valores. Distinguidas en los manuscritos por su condición de ser solteras, casadas o viudas, sin posibilidad de pertenecer -irónicamente en una colonia asentada sobre su tierras despojadas- a una sociedad que ante la mirada colimote las percibía como “señoras y sirvientas” de algún encomendero y, ante los ojos del invasor como “indias o esclavas”. Aunque todos los agresores con el silencio, cómplice y solapado que se da entre varones, instauraban la fórmula de invisibilizar sus atropellos hacia ellas.
Dejaron de percibirse cihuatl: mujeres o tlacatl: personas y nunca ser llamadas por sus nombres propios, sino recibir términos desconocidos: “indias”, “mujeres de la tierra”, “naturales”, “esclavas”, “naborías”, “mancebas”. Palabras en castellano colmadas de un valor irrefutablemente peyorativo. Hoy lo sabemos, todo escrito legal incurre en un sexismo lingüístico y cuando la discriminación se debe al fondo del mensaje y no a su forma, se incurre en un sexismo social. Así, sexismo social y sexismo lingüístico relacionados entre sí, identifican la mentalidad del emisor.
“Indias” como designación gramatical fue la estrategia propició igualar a todo el sector femenino sin distinguir diferencias étnicas, de edad o rango social. Apelativo que formó el discurso sobre su insuficiencia como personas que se ha sostenido en la mitología colonial hasta nuestros días. Siendo testigas y actoras, las colimotas re-signaron cada suceso alterado bajo una semiótica del miedo cuya base no les dejó esquivar confusiones al codificar hechos que matizaban sus identidades para ajustarlas a la incompatibilidad de su cultura colonizada a la del colonizador. Despojadas de golpe de sus gobiernos y de sus lugares sociales, entendieron las diferencias entre el horror y el terror. Con hechos descritos en los textos como “malos tratamientos, desorden, tomadas a hierro, inducidas, a fuerzas de la carne” entre otras más.
Aprendizajes del mito de su “naturaleza” mujeril que les hicieron estar pendientes de las necesidades de otros y nunca más de ellas mismas. Compasivas y comprensivas se solidarizaron con los patriarcas pues la basura emocional del resentimiento, quizás pudría sus mentalidades y quizás “perdonar, olvidar e ignorar”, en el silencio, los abusos y las distorsiones culturales, al menos, les daba lugar de saberse importantes al cuidar de otros. Una fachada acumulada en la vida cotidiana que no fue inútil, al contrario, edificó el funcionamiento de la pareja colonial: en el que los hombres apreciaban a sus mujeres como madres-esposas-amantes-mudas al servicio de ellos y, ellas apreciaban a sus varones como esposos-dominadores-violentos-seductores, mudando la relación de pareja al modelo de calma virtuosa en la pareja de respetable-golpeador y decente-víctima.
Toda la reconformación social, normas discontinuas del nuevo patrimonio cultural intangible, la indiferencia y prejuicio, donde lo injusto y lo arbitrario, lo deshonesto y lo corrupto, se integró como parte de la condición femenina colimota dándoles certeza de una justicia no hecha para ellas. Modelo vigente en las relaciones de poder y de género aunque ahora haya mujeres incursionado en el mercado productivo y sigan con la responsabilidad del hogar bajo el estigma de “administrar” los recursos familiares como parte de la reproducción de desigualdades pues toda mujer asume, irremediablemente, la satisfacción de la familia mientras que los varones se sienten, en su mayoría, con la facilidad de ser violentos con la pareja, desligarse o abandonar a sus hijos e hijas, al igual que los invasores españoles abandonaron a las suyas. Todos esos atropellos contra ellas produjeron una comunidad parental, de madresposas y madreamantes, cuyas hijas novohispánicas colimotas fundaron la sociedad colonial de la Villa de San Sebastián de la Provincia de Colima.

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